BASADO EN UNA HISTORIA REAL
Promediaba mis 18 y finalmente estaba terminando esa pesadilla adolescente, esa tortura inhumana llamada la secundaria. Por alguna razón que nunca logré comprender estábamos asistiendo a una entrega de premios a los egresados, sin recordar yo haber participado de ningún tipo de competencia o más aún, sin haberlo deseado jamás. Tampoco recuerdo bien cómo era que estaba asistiendo a ése evento; mi memoria es difusa sobre ésos tiempos oscuros, y evidentemente prefería encerrarme en mis propios mundos mentales con el soundtrack al palo de la Rock And Pop en mis oídos antes que atenerme a la realidad.
En el escenario, el encargado del Departamento de Educación Física (así, con mayúsculas, ya que la importancia de esta enseñanza en nuestra formación tenía una presencia imponente, comparable sólo a la del bigote del conferencista) nombraba los apellidos de mis compañeros de clase, todos jóvenes privilegiados por genes a prueba de balas capaces de mantener una estructura corporal inalterable. A mí la vida me había dado otra cosa; me había declarado una especie de Benjamin Buttons de los países emergentes, con genes que se alterarían a medida que pasara el tiempo, mejorando con los años como un buen vino o un crédito en cuotas fijas. Pero en ése entonces era una maciza topadora de carne, alta y ancha casi por igual, capaz de transpirar girando las páginas de un libro, incapaz de correr 40 metros sin sufrir de una afección pulmonar (que no es asma!) y ni aún así, demasiado rápido. Hasta ése momento las clases de gimnasia (sí, aún ahí me atrevía a ponerles ése rebelde diminutivo, incluyendo la minúscula) eran una materia casi pendiente entre mis calificaciones; había, sí, hecho algunos méritos y competido en olimpíadas intecolegiales lanzando cosas por el aire con escasa eficiencia. El segundo al mando en el Departamento de Educación Física siempre comentaba que uno podía destacarse con el metro, el cronómetro o no me acuerdo más qué. Hoy ése personaje goza de un cierto prestigio como comentarista deportivo de Handball bajo el mismo apodo que tenía en el recinto escolar: el Profe. Pero en ÉSE momento, estaba sentado en el escenario, escuchando pacientemente las palabras de su Superior.
El caso es que éste pilar de la preparación física, éste Fernando tocayo que tenía en común conmigo sólo el nombre, termina su entrega de méritos felicitando a un alumno que había hecho todos los esfuerzos por sobreponerse a sus limitaciones y completar el año de forma, como mínimo, satisfactoria. De más está decir que las últimas dos palabras del discurso coincidían con la primera y la última que están escritas en mi DNI.
Me levanté de mi asiento, entre sorprendido y asustado. Caminé como en sueños hasta el escenario y subí a aceptar con una fría sonrisa una barata medalla de plomo con mi nombre, ése mismo nombre que habían mencionado segundos antes, rayada con una llave sobre su superficie.
Me volví para ver a todo el colegio aplaudirme. Sonreí un poco más y me apresuré a bajar del escenario mientras los aplausos se apagaban de a poco, sin saber bien qué decir.
Nunca me habían dicho "gordo inútil" con tanta elocuencia.
Quehijodeputómetro: QUÉ...!